Canutito
Carlos Santiago Quizhpe Silva
Un viento helado sacude el cielo, la ciudad luce tenue, enferma; de a poco la lluvia cae a borbotones. La gente corre despavorida buscando un refugio…
Para el frío un café o, quizás, un cigarrillo. Hay una procesión de paraguas en las aceras, como si se tratara de un cortejo fúnebre; en una esquina, bajo la lluvia, un viejo músico rasguea una guitarra, y en su voz melancólica titilan los versos de Sabina: En el bulevar de los sueños rotos / vive una dama de poncho rojo, / pelo de plata y carne morena.
Camino a prisa en medio del ruido estridente de las máquinas que, como escorpiones, devoran el asfalto. Hay caos y desorden, lodo y ceniza.
Tomo la calle Bolívar y giro en la esquina de la Colón, en los corredores donde se ubica el Hospital Militar y la Casa de la Cultura. El reloj de la iglesia repica. Son las cuatro. La tarde sigue taciturna y la lluvia agoniza contra los cristales.
A esa hora me espera Víctor Antonio Romero, un personaje de Loja. De sonrisa afable y melena hirsuta, su rostro devela el paso ineluctable de los años. De tez morena y docta filosofía, sus manos son pergaminos demasiado viejos. Nunca le falta una sonrisa, es optimista y entusiasta. Su oficio: sacarles brillo a los zapatos.
Sentado en una pequeña silla de color rojo y acompañado de una vetusta radio saca una serie de botellas con tinta de diferentes colores, trapos viejos y cajas de betún. Con su mano me invita a sentarme en lo que parecería un trono de madera y empieza a embadurnar de negro mis zapatos.
—¡Habla, Canutito!— exclama un hombre de pelo cano, enfundado en un enorme abrigo plomo, a la par que levanta su mano derecha en ademán de saludo.
—Es una herencia de mi padre— aclara con una amplia sonrisa—. A él le llamaban Canuto y yo me quedé con ese apodo.
Mientras coloca betún a mis zapatos y los restriega varias veces con una franela para sacarles brillo, me comenta que su jornada de trabajo es de siete de la mañana a siete de la noche, de lunes a viernes, desde hace ya 17 años. Ha lustrado zapatos, botas y botines de personalidades relevantes de nuestra ciudad. «En un día bueno saco 20 o 25 dólares, pero cuando llueve se merma el trabajo. Además, hay personas que reconocen mi labor y me pagan hasta un dólar por mi lustrada».
Fue albañil, maestro de obra y limpiador de ventanas, sin embargo, a raíz de la muerte de su hermano prosiguió con el oficio de betunero.
Víctor Antonio Romero los fines de semana deja el betún para convertirse en el payaso Farolito, muy popular en la animación de fiestas infantiles, cumpleaños o de «algún santito», pese a no tener propaganda. Por una matiné cobra 70 dólares, «pero la diversión está asegurada. Hago reír, cuento chistes, hago concursos para señoras».
Aunque la vida no siempre le sonríe, pues la competencia en Loja es grande y existen demasiados payasos, y el chasco y la cuchufleta no siempre da de comer, claro «que hay payasos que se han vuelto ricos con la política y son ellos los que se burlan de nosotros», ríe estrepitosamente.
Tiene 62 años «bien vividos», según lo reconoce. Es hincha del Barcelona. Fue mujeriego por vocación en sus años mozos y miembro de los Alcohólicos Anónimos para dejar su afición por el trago.
«Viví con cuatro mujeres y tuve dos hijos varones en la primera y tercera mujer. Ahora ya están grandes e incluso soy abuelo de una nietita. Ya no chupo como antes, pero cuando me invitan a una fiesta me pego las copas», manifiesta con tono jocoso.
Actualmente vive solo, pues «las mujeres matan de las iras y amargan, incluso hay muchachas que quieren vivir con uno, pero es por la plata», asegura. De pronto, en su radio ronca, escucha que el actual Gobierno va a luchar sin medida contra la corrupción. Cavila, hay un pequeño silencio, y con un suspiro señala que Lenín Moreno debe cumplir las ofertas de campaña y entregar las casas y aumentar el bono. «Solo ahí veremos si es buen presidente».
Mis zapatos se ven relucientes. De a poco se ha formado una hilera de personas que aguardan su turno para que don Víctor Antonio, con humor y esmero, saque brillo a sus zapatos y, por qué no, una sonrisa tan necesaria en esta época de crisis.
«No se olvide de hacerme la propaganda, los fines de semana soy el payaso Farolito o Canutito, el más divertido de la ciudad». Sus palabras se desvanecen en el silencio, baja la mirada y nuevamente comienza con el vaivén de brochas y franelas a sacarle brillo al infortunio.
La lluvia ha menguado. Cada persona es una historia distinta, detrás de cada sonrisa quizás se oculta una lágrima pusilánime mientras retumba Sabina en mi cabeza: Por el bulevar de los sueños rotos / moja una lágrima antiguas fotos / y una canción se burla del miedo.
*Tercera mención en la I Convocatoria de periodismo narrativo, organizada por Los Cronistas, Ecuador