Son las once p.m.
Juan Carlos Jiménez
El reloj marcaba las 11 de la noche, y el relampagueo de un foco público dañado taladraba la ventana de aquel solitario hospital, y que en vez de alertar a los encargados, simulaba el pasillo de baile de aquella discoteca donde conoció al padre de su hijo que en unos minutos conocería el sufrimiento de este cochino mundo. Los gritos de desesperación y dolor fueron suficientes para alertar a los encargados, quienes como almas de algodón se aproximaban para inmovilizarla con drogas salvavidas y esperar que solo un ojalá tenga el poder de salvarles de la muerte.
Mientras los doctores hacían su trabajo, el parpadeo de sus ojos a la misma vez que dicha lámpara solo le remitían a oscuros recuerdos de aquella discoteca, donde inconsciente de su estado, los gritos no fueron suficientes para ahuyentar a la bestia, que enferma de perversión gozó de las lágrimas e inocencia de aquella señorita. Acostada, ella solo se preguntaba: ¿por qué cuando grité en aquel lugar no corrieron así mismo a socorrerme como lo hacen estos tipos ahora? ¿por qué la complicidad del humano es tan descarada, que ve realidades y se ciega para no comprometerse? ¿cómo es posible?, no entendía nada, no pensaba ni en el dolor mientras el niño coronaba, era como si estuviera librándose de una masa de odio acumulada por nueve meses en su vientre y que al momento de tenerlo en brazos lo único que quería hacer era dividirlo en las partes que sea necesario y que sea el placer del paladar de los buitres.
Cuando despertó, el foco de afuera, había dejado de prender y apagarse, y ahora lucía como un sol, los doctores se habían ido y solo un bebé reposaba en sus brazos. Lágrimas de dolor, odio y al mismo tiempo de felicidad se aprestaban a recorrer sus mejillas. En ese momento, pensaba en la pesadilla reciente, pero, decidió esperar a salir de ahí para que cuando llegue a su casa, pensara las cosas mejor.
Llegó a casa y la decisión no era fácil, de hecho, desde hace mucho tiempo nada era fácil, pero decidió esperar a ver qué pasaba luego. Y así pasó, sus padres la habían abandonado, sus patrones le habían despedido de su trabajo y los pocos ahorros que le quedaban no le alcanzaban ni para el gasto de la comida. En el día salía en busca de trabajo y no encontraba, desesperada pedía caridad y nadie le apoyaba, avergonzada tenía que regresar a casa con los bolcillos vacíos y con el corazón destrozado, y en su cabeza, dando vueltas las propuestas prostíbulas de personas sedientas de cuerpos le hacían. Fueron tantos días y noches de hambre, que veía más próxima la idea de hacer realidad aquella pesadilla en aquel hospital, pero vio como única salida la que le ofrecían en las calles.
Desesperada, decidió vender su cuerpo por migajas, por un pedazo de pan para que aquel niño de cinco años no llorara por las noches. Ahora veía como hombres hambrientos se saciaban de su cuerpo, y todo por un precio, el placer era inevitable, pero por más placentero que resultaba; era doloroso, en realidad, muy doloroso, sobre todo cuando sus clientes llegaban a su casa y una inocente vos preguntaba si era su papá.
Ese niño crecía sin darse cuenta cómo su madre adquiría el alimento y vestido, pues luego, su domicilio ya no era el lugar de trabajo, y a pesar del dolor tras ser víctima del maltrato de los clientes psicópatas y enfermos que amenazaban con matarla, el placer verdadero sucedía al ver la sonrisa de su niño ya hecho joven cuando le cumplía con sus caprichos.
Ocurrió una noche, su hijo había cumplido los 16, hasta entonces la mayor parte del tiempo pasaba solo en casa y en la calle, había caído en vicios como alcohol y drogas. Su madre nunca se dio cuenta ni le reprochó nada. Aquella noche ella había salido en busca de un cliente, pero no le encontró, hasta entonces regresó temprano a casa. Cuando entró, vio a su hijo ebrio y perdido tras el consumo de alucinógenos, llenándose la cabeza de audios y videos pornográficos, la madre no supo que hacer. Cuando su hijo la vio se abalanzó como un león hambriento a satisfacer su deseo, su madre lo tomó como si fuera como un cliente más, hasta el momento le había cumplido todos sus caprichos, pero ella no sabía que este era el último, porque cuando terminó; este chico, sediento no solo de sexo, sino de sangre, sacó un puñal y atravesó a su madre. Cuando entro en razón, y el efecto de las sustancias se habían ido, se dio cuenta de lo que pasó, la policía había llegado, y mientras le introducían al patrullero, solamente pensaba, en cómo iba planificando cómo iba a ser su suicidio.