top of page

Totoras

Fabiola Díaz

La madrugada lo arroja al desierto. El camino de polvo lo lleva, en medio de enmarañadas briznas de hierbas que ruedan silenciosas, hacia la entrada del túnel. Sabe para dónde ir. Apoya su mano con firmeza en las piedras rojizas de las paredes con signos crípticos. La luz lo impacta y ahora verá el tren que se acerca. Oye el pitido y contempla la columna de vapor. Sale a la luminiscencia y la ropa está tendida en el patio trasero. No, no es el patio de su casa, con la pila en el medio y los raquíticos árboles a la izquierda, arrumados a la pared de adobe: no, no es. Las sábanas blancas vuelan con el viento. Debe recogerlas. Su falda de tela floreada y colores pasteles permite que su cuerpo flote suavemente hacia la derecha. Estira su brazo para tomar las pinzas y dejar las prendas en la canasta de mimbre. Alguien tejió para ella la totora, entrelazó sus tallos y les dio forma. El sonido de la brisa es transparente, el verde oliva se va difuminando. Camina. Deja atrás la silenciosa esquina de una calle de casas viejas. Divisa el letrero con el nombre Valparaíso. Unos hombres pelean en la esquina. Uno de ellos cierra su mano y golpea toscamente al otro en su rostro contra una pared. Es de gelatina. Alguien ríe. Corre, corre. Debe llegar temprano. Es adolescente. Vuelve de nuevo a casa desde la escuela. Alguien grita su nombre ¡Mateo! ¡Mateo! y se vuelve. El bus número 8 lo lleva lejos.  Sabe que llegará a un lugar despoblado. Amanece. Alguien bosqueja letras en una página de cuadros. Él/Ella desdibuja las imágenes oníricas y se vuelve. La roja gelatina se diluye en una taza de cristal. El túnel se ha delineado al fondo y los signos sobre las piedras de roja caliza, se vuelven taraceados y la ropa tendida al sol está volando en el patio trasero; alguien lo llama de nuevo ¡María!¡María! No alcanza a recoger las prendas, la canasta está lejos: se ha volado con el viento.  Es tarde. El bus número 8 ya ha pasado. No puede volver a casa. Mira sus manos embarradas de agridulce gelatina. El nombre de la calle se confunde. Era Valdospinos, lo sabe.

 
Amanece. Ahora llegará.  Alguien lo mira. Está solo/sola.  Uno mira pasar el tren y desvía su mirada para no encontrar otros ojos que son los suyos y está seguro que luego entrará al prado y mirará como vuela la ropa con el viento y recordará a la mujer que tejió la canasta con los tallos de totora del lago y la verá acicalarse mirándose fijamente en la superficie clara del agua y la ve empequeñecerse y la infancia lo atrapa y el bus número ocho con letrero de fondo verde y letras rojas lo lleva a casa y allí cubrirá su rostro con las sábanas blancas que otro/otra ya ha recogido y las ha colocado en la cesta de ropa seca y huelen a oliva, a albahaca, a lavanda, a sol. Y el otro -él/ella- debía haber gritado su nombre ¡Matías! ¡Matías! pero no lo recuerda. 


La madrugada lo vuelve a arrojar al desierto. 

Suscríbete y recibe las nuevas publicaciones de Ripio

  • Facebook

©2020 Revista Ripio. Diseño web Leonardo Pinto ​

bottom of page