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Saíno

Mauro Ludeña

Sueños: imágenes borrosas de un pasado distante o un futuro premonitorio. Pasan por la mente cuando la oscuridad llega, invade y coloniza las retinas. Pero ¿si no fuera así? Hace una semana desperté empapada en lágrimas y nadie estuvo en casa para consolarme. La pesadilla fue esta:

Era una noche cualquiera en un bar cercano a mi universidad. Los litros de cerveza se regaban en las gargantas y la humareda se esparcía en el ambiente. El hombre de esa noche tenía su mano en mis piernas y la embriaguez calentó mi libido. Vi de reojo su sonrisa amarillenta y sentí el impulso de besarlo. Me llevó a un motel. Entre la cama que tiritaba de sexo y las sábanas biliosas, su miembro me llevó al orgasmo. Gemí poco y mi piel se erizó con el tacto. Eyaculó. Nos vestimos para salir; lo conocí esa noche así que no tenía ningún interés en quedarme a charlar. Ingresé al baño para retocar el maquillaje y ajustar bien mis bragas humectadas por los sudores y el lubricante. De pronto, la puerta desapareció. La bombilla se apagó, pero el marco del espejo aún emanaba una luz titilante. Entre las sombras pude ver en el bote de basura asomarse un rostro semihumano. Carecía de ojos, pero con sus cuencas vacías me escrutaba como si supiera mis pecados. Con la sorpresa en el rostro, observé que se trataba de una máscara de cerdo, pero no tenía la textura del látex; era piel real. Nerviosa, tumbé el basurero y resbaló una especie de traje deformado hecho con todo el cuero del cerdo; sus extremidades finalizaban en formas humanas. Era como ver las manos de mi amante con textura porcina. Cuando quise gritar para pedir ayuda, alzó su rostro y gruñó.

 

Desperté. Pensé alejarme de mis noches de alcohol y amoríos. Durante seis noches seguidas soñé lo mismo: el mismo hombre, el mismo cuarto, la misma cama, el mismo baño. Lo único que cambiaba era el traje. Noche a noche resistía más al pavor y lo veía levantar manos, piernas, torso; su boca escupía mi nombre. La última noche se puso en pie y acercó su hocico a mi nariz. Me demoré casi diez horas en despertar del quinto sueño y en el último fueron cerca de trece. 

 

He escuchado ruidos en mi alcoba y mi cama no abriga más. Las puertas amanecen abiertas y los libros desaparecen. Encuentro mi ropa rasgada y mis bragas tienen un aroma pestilente. Dudo de mí, de mi mente y mis sentidos. Me desespera saber que puedo ser yo la que despierta en la madrugada y hace todo esto, sonámbula. Ahora temo dormir y no despertar. Mi piel está áspera y tiene protuberancias por todas partes. No quiero que esa cosa me toque y me transforme en eso: una mujer con piel de cerdo. Creía que recordar era mi problema. Nada más falso. Mi verdadera enfermedad es el olvido. Olvidar que soy humana, que los sueños solo son ficción y la realidad es otra. Llevo dos días de insomnio y los párpados me pesan. Cuando la noche llegue, sé que no despertaré y que mi mente me abandonará. Mi religión será la locura. Los dulces derroteros de Dionisio me cubren. Este cuerpo empieza a fallar: la saliva tiene gusto a vino, los labios se abren en llagas azucaradas y los órganos se corrompen. 

Cierro los ojos. La puerta de la habitación se abre.

El cerdo me espera.

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