Lluvia de abril
Carlos Santiago Quizhpe Silva
Era abril, una lluvia torrencial caía sobre la ciudad. Los árboles se acurrucaban de la soledad y el frío y las palomas musitaban oraciones sobre las cornisas de la vieja catedral. Un desconocido seguía tocando su violín en medio de la lluvia, impávido ante los cristales que chocaban contra las baldosas de aquel parque; ahíto de pesar, su viejo violín tenía roto el corazón.
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Cuando acabó de escuchar el poema, Silvana esbozó una sonrisa, leve y etérea, como las plumas de las nubes. “¿En verdad en mis pupilas se refugian tus gaviotas?”, inquirió frágilmente, mientras bebía un sorbo de vino. Él imbuido por su perfume a canela, sujetó su violín e hilvanó una melodía con aroma a primavera y a pincel. Aquella balada que se desprendió del violín acariciaba su cabello pintarrajeado de noches bohemias de tequila y limón y rozaba sus labios, tan breves y lejanos.
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La gente corría despavorida buscando un refugio al torrente aguacero. Algunas personas se cubrían con sus paraguas de cuervos. Él seguía impávido tocando su afónico violín, sobre un charco de agua agonizaba aquel poema que le escribió en una vieja silla del parque, mientras un niño con la cara manchada de tinta marrón le lustraba sus zapatos.
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Silvana enlazó sus dedos con la noche, mientras el reloj de la iglesia tocaba las nueve. ¿Bailamos?, preguntó el sujeto de cabello largo y ojos muy negros. ¿Y la música? Solo seguiremos la melodía de nuestros corazones y la calló con un furtivo beso. Entrelazaron sus cuerpos, sus miradas dibujaron golondrinas y sus bocas cosecharon uvas frescas. Sus manos rodearon su cintura y se escabullían por sus caderas. Nunca hablaron, las palabras sobran cuando los corazones danzan con los delfines.
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Un macilento perro sacudió el agua de la lluvia y se arrumó cerca de aquel loco violinista, la gente lo miraba con indiferencia, a la par que sus zapatos se escurrían en el gélido frío.
¿Dónde está?, musitó desesperado, su mirada se perdió en el horizonte y de repente cayó abruptamente su violín.
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Él quitó suavemente su vestido rojo, la piel de Silvana era delicada. Buscó con ternura su cuello mientras le recitaba el poema azul que le compuso aquel viernes de madrugada. Recostada en el borde de la cama él recorría sus senos con sus labios bermejos y sus manos se deslizaban por sus muslos cubiertos con aquel panty negro que obnubilaba sus pensamientos. Ella emitía breves gemidos al sentir los labios de aquel bohemio violinista en su ombligo. Era un fuego delirante, esquizofrénico que trastornaba las horas. Su boca recorría su pubis, ella alborotaba el cabello de aquel procaz poeta. Encajaron sus cuerpos como dos mariposas en un vaivén indescifrable, como un vals bajo la luna o las olas del mar sobre la brisa. El sudor mojaba sus cuerpos, ella gemía y él le susurraba al oído aquel poema de Benedetti que habla del dolor y el olvido. La luna se desgastaba con cada gemido. El loco violinista tomó vino y lo derramó en su vientre.
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Alguien recogió el violín, pero él no la reconoció.