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Un largo adios

Darío Jiménez

1

Esta mujer tiene la particularidad de que sabe irse. Viene, es verdad, cuando quiere, pero más que nada sabe irse, como ninguna.

Los lunes llega más o menos a las 20:00, justo después de cerrar la tienda de ropa, donde ya es la flamante gerente. Llega desciñéndose la ajustada falda que aprisiona la blusa que sostiene sus pechos valientes y huidizos que se balancean con el vaivén de su cuerpo. Le dejo abierto el portal de la torre de apartamentos y me regreso a escribir. Entonces, cuando ya siento que se acerca, levantando el polvo de las frías gradas, me arranco de la silla, cojo una menta de la funda y voy hacia la puerta.

El tiempo quiso que la espere, y yo la espero. No siempre como ella quisiera: afeitado, bañado, o con la comida hecha; pero la espero.

Debo decir que espero su llegada, en parte, para que me saque de este ensimismamiento en el que me tiene una historia sin patas ni cabeza que sin embargo yo continúo escribiendo, como impulsado por el simple repiqueteo del bolígrafo sobre el papel. Ahora se me ha metido escribir a bolígrafo limpio. Por ello, la llegada de Eli, con su cuerpo maltrecho y como agazapado en el amplio abrigo, se dibuja, en los segundos que me despego de la historia que escribo, como un refugio que pronto se torna una carencia necesaria.

—¿Cuándo vas a dejar de fumar, Mario? —me dijo, con todo su acento pálido—. En verdad que ya no quiero besar a un cenicero andante —continuó—. Te has puesto a pensar que el cigarrillo es el vicio más idiota del mundo. Primero, no te da mayor placer; segundo, te deja alterado; y, por último, pasas hediondo… Es, como dice tu madre, quemar el dinero.

—Solo fue uno, Eli —respondí—. Bueno, uno y medio si contamos el que dejé sin terminar anoche. He bajado considerablemente la dosis. Dentro de un año ya no necesitaré fumar ni uno solo. Un día a la vez, un día a la vez…

Eli hizo ese gesto de cansancio que suele hacer cuando incumplo las reglas y se metió a la habitación dejándome un esquivo beso en la boca.                                 ­­­

—Para la próxima fuma hacia la ventana, por favor —me dijo mientras su figura se perdía en dirección al baño.

Le gustaba bañarse en mi casa. Desde la primera vez que se quedó fue lo mejor que supo hacer, darse baños que iban de entre 15 a 25 minutos, y que podían incluir o no su melena de leona pálida. Me comí una menta más hasta que saliera del baño.

—¿Dónde quieres comer, Eli? —le pregunté cuando salió frotándose el cabello con la toalla.

—Elige tú.

En realidad, no sabía qué proponerle, si el chifa confiable que no estaba tan lejos en carro, o la nueva cafetería de la esquina que prometía sabor y picor.

—Solo que no sea muy lejos…me duelen los pies —continuó—. Hoy don Marco se portó regrosero.

—Hay una nueva cafetería como a unas dos cuadras —dije—. Creo que es peruana, porque había una bandera peruana al fondo. ¿O será mi impresión?

—No me sorprendería una invasión —respondió.

—Ya no pueden —dije—, ya se les murió Alan García y pronto le toca el turno a Fugimori.

No recibí respuesta. Entré a la habitación y la encontré tratando de encajar su cuerpo de forma heroica en un pantalón jean azul marino. Nunca he visto a alguien tan inútil para vestirse. Ni mi primo Fernando que tiene tullido un brazo se pone tan mal su ropa. Da pena Eli tratando de meter su gran culo en ese pantalón dos tallas menos. Me quedo como embelesado viéndola ser una anguila humana y pienso en que no hemos hecho el amor hace cinco semanas. Podría tratarse de una señal, pero olvido esa idea porque suena una notificación en mi celular. Es Paco que quiere que le ayude con la lectura de un poema que ha confeccionado hermosamente. Le digo que lea bien lo que escribe. Entre tanto, sale Elizabeth y tengo que dejar flotando en el aire la señal que estaba por allí, perdida en algún punto de la contorsión de su cuerpo moreno.

—Vamos —me dice y se toma la panza.

—¿Picaste algo, Eli?

—No, en realidad no he comido nada —contesta—. Tengo un vacío en el estómago. Me dan unos retortijones muy feos, como si dentro algo se revolviera.

—Debe ser por la falta de comida, tu panza se está comiendo a sí misma —le digo—. Por eso te da gastritis. Se destruye la flora intestinal, ese recubrimiento del estómago que…

—Fauna intestinal debe ser, porque aúlla —responde ya sonriente.

2

El martes no llegó.

3

El miércoles dijo que se quedaba en casa de sus padres.

4

El jueves vino, pero por la noche regresó a casa de sus padres.

 

5

El viernes durmió conmigo, finalmente. Llegó de la tienda a las cuatro de la

tarde. Durmió tres horas. Tratamos de hacer el amor, pero sin resultados de mi parte.

Nos reímos, eso sí, del hipo, un par de minutos. Luego comimos en un McDonald’s y

vimos una película de Tarantino. Se durmió en mi hombro.

 

6

El sábado se fue de juerga con sus amigas. Yo me quedé en casa leyendo “Si me

necesitas, llámame” de Carver.

 

7

Ese domingo tampoco nos vimos. Ella se fue con sus amigas a un pueblito al sur de Moria.

8

El domingo siguiente se fue después de desayunar. Esta vez se levantó temprano porque tenía una capacitación o algo así. Le presté el carro. Me levanté a las 11 y leí una nota que me había dejado en la refrigeradora. Me decía que ya me vería cuando las

cosas se pusieran más tranquilas en su cabeza. Ese mismo día me despedí de ella para siempre, como a las siete de la noche, mientras la llevaba a su casa.

9

El siguiente lunes llegó a las diez de la noche. Esa hora era la habitual para sus llegadas, hacía como dos años. No la esperaba. Me levanté a abrir la puerta pensado que sería el vecino; pero no, allí estaba Eli y traía una botella de vino que esa noche abrimos y disfrutamos escuchando música ligera. Le conté de la novela que escribía y de las pancartas publicitarias de los vecinos. Que yo me iba más por el partido azul que por el rojo. No por confianza, sino por descartar lo peor. Le pregunté si estaba de acuerdo con que le explicara porque yo algún día sí la esperaría. Ella me dijo que no quería saberlo, lo dijo como intentando encontrar una palabra que definiera mejor su espera.

10

Ese jueves, rebuscando por tabacos en un cajón del velador, encontré una menta de las que dan en los chifas. Me acordé de Elizabeth diciendo que son los chinos son serviciales y prácticos, aunque mal agradecidos.

11

El miércoles fue como una pesadilla. Timbró para avisar su llegada. Nunca lo hacía. Siempre un mensaje de “ábreme, xfa, estoy abajo” por eso me sorprendió. Yo había bebido un par de cervezas y estaba, para lo ingerido, bastante ebrio. Le abrí, esperanzado.

—Mañana te saco una copia de la llave —le dije desde la caverna de mi voz alcoholizada.

—Sabes que no hace falta, Mario.

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