top of page

Latidos muertos

Yeya Armijos

Hace tanto tiempo llegaron a nuestro pueblo unos hombres, hace tanto tiempo cuando aún los caminos eran de tierra y nuestras chozas de barro; aquellos hombres trajeron consigo unas gotas que dizque eran remedio, un remedio que nunca habíamos olido y mucho peor visto. Después supimos que eran médicos; eran tres, todos ellos altos, con cabellos color amarillo como de choclo seco.


Los escuchábamos hablar y era una lengua rara, los famosos “gringos”, esos eran.  


Al lado de nuestras chozas, por la ramada; ahí comenzaron a fabricar junto a otros indios una clínica. 
Ellos nos dijeron antes de construirla que era para todos nosotros, que serviría para tratar todo tipo de mal. Mi abuelo siempre decía: 


—Tudu tipu di mal, a vir si curan il mal dil airi. Di sus bucas sulu butan mintiras. 


Acabada la clínica, comenzaron a contratar mano de obra para que los ayudaran con los enfermos; nosotros los runas, “los ignorantes”, trabajábamos para esos que les daba asco nuestro olor a ropa vieja.

 

Yo aún tenía pocos años, pero ya entendía cosas de grandes; mi madre entró a trabajar de enfermera para esos hombres tan altos como los árboles que rodeaban nuestra choza.


A ese lugar los indios iban más de curiosos que de enfermos, salían felizotes a contar lo que habían visto.
-Hay una cama, dundi uno di isus ducturis ti arranca cun unas pinzas raras lus dientis qui ti istan duliendu, casi nadita no si sienti porqui ti adormicin la cara antis de sacartilus. 


-Mi mujir si fue dundi il utru ducturcitu, il mira la salud di las guaguas antis di nacer; así cumu la cumadrona Charito.


-Yu nu si qui hará il utru ductur, piro sulu lu vemos dintru di isi cuarto di piedras.


Ninguno se quedaba con la boca callada al salir de ahí, todos contaban todo, hasta yo. 


En ese lugar habían muerto demasiados, había visto a tantos cerrar los ojos, todos muriendo al tomar el último vaso de agua. 


Pero, ninguna muerte fue tan terrible como la que les vengo a contar, puedo jurar que aquello ha sido lo peor que han visto estos ojos que hoy ya se encuentran cansados de tantos años. 


En aquella clínica, había un cuarto lleno de piedra, un horno a la mitad, los muertos iban a parar ahí; primero se los metía dentro de su caja de cuatro paredes, luego en aquel horno caliente, —parecido al mismo infierno—, la caja se convertía en carbón, la piel se llenaba de ampollas que poco a poco se iban convirtiendo en llagas sanguinolentas, los huesos tardaban más en desaparecer. Se esperaba horas para recolectar las cenizas de aquellos muertos.


Un día llegó una mujer muy enferma, con la piel enrojecida por la fiebre; aquellos doctores hicieron un revoltijo de sustancias y la taparon con una sábana, mi madre se quedó en vela toda la noche para cuidarla, yo me quedé al lado ella. 


A las 6 de la mañana, la sabana olía a muerto, a un muerto de hace días; mi madre le tomó el pulso tal cual los doctores le habían enseñado, la mujer había muerto; dentro de ella tan solo habitaba el silencio. 
Siempre era el mismo proceso: primero a la caja luego al horno. Antes nos aseguramos que estuviera bien muerta, no confiábamos en ese aparato que escuchaba los latidos. 


Así fue como la preparamos, esperamos a que el horno estuviera tan caliente como para asar un pollo y rezamos en su nombre. 


Cerramos el horno con la muerta dentro, por una rejilla miraba como la madera se iba consumiendo gracias al calor, luego el cuerpo de esa mujer ya no era más que un revoltijo de carne roja y negra. De pronto hubo llanto, luego gritos de dolor.


—¡Ayuda! Nu mi quemen, sigu viva, sáquinme di aquí. Ducturcito, sigu viva, sáquime di aquí.
El susto de haber comenzado a incendiar a aquella mujer viva nos alarmó, fuimos corriendo a llamar a los médicos que aún dormían.

 

—¿Qué hicieron indios brutos?— nos gritaban con desesperación aquellos médicos.


—Li juru patruncitu, nu si iscuchaban lus latidos de su shunku. Ya istaba muerta cuando mi dispirti.


Mi madre lloraba con gran aflicción, pensaba que había cometido un asesinato. No era así, los médicos al sacar a aquella mujer de horno, se dieron cuenta que realmente había muerto.


Ahora, cuando camino por aquel lugar con mis pasos lentos; miro los escombros de la vieja clínica y aún puedo escuchar el repicar de los latidos muertos de aquella mujer. 

Suscríbete y recibe las nuevas publicaciones de Ripio

  • Facebook

©2020 Revista Ripio. Diseño web Leonardo Pinto ​

bottom of page