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Cuento para los días ausentes

(el niño y la serpiente)

Isaac Mora

En la ciudadela Espinosa, uno de los barrios más pobres de la ciudad, el sol se imponía todas las tardes con tal fulgor que la piel de los habitantes, con el tiempo, había adquirido un color roji-negro, como si su situación los hubiera convertido en una nueva raza. Los hogares que la conformaban tenían unos extraños techos de chapa, cuya función parecía no concretarse pues dejaban a la intemperie una gran parte del interior de la casa. Allí, en la ciudadela Espinosa, llovía una vez al año por lo que solo debían preocuparse del sol. Por eso, en una insólita y poco verosímil decisión los gobernantes plantaron un alcanforero en los patios de cada familia, para que los pobladores puedan cubrirse de los rayos del sol con las ramas de aquel gran árbol. Aunque, estos necesitaban de grandes cantidades de agua para volverse frondosos y verdes, por lo que aquellos que no disponían de grandes cantidades de líquido no podían gozar por completo del fresco cobijo de los ramajes. Con esto se podía apreciar la diferencia existente entre la gente que vivía en la ciudadela, en el tamaño de sus alcanfores. Por ejemplo, el de Alen apenas servía como una pequeña sombra contra los extenuantes rayos del sol. Él lo miraba con cierto extrañamiento, como si esas ramas marchitas reflejaran la poca suerte que había tenido durante su vida. Nacido del seno de los olvidados y criado entre soledades y ausencias, no pudo jamás salir de la ciudadela. Nadie daba una oportunidad a los hombres que residían ahí, y menos a alguien como Alen, formado únicamente para trabajar bajo el mandato de otros. Se había convertido en un hombre que producía la felicidad de los otros, y para sí le sobraban porciones de optimismo. Todo lo que sabía hacer lo había aprendido observando sin que nadie le hubiera enseñado.  Pero, como otras tantas personas de la ciudadela, no estaba dispuesto a aceptar aquel determinismo en el que se veía envuelto. Y tenía tantos motivos para tratar de mejorar el mundo, o por lo menos el suyo. Porque, cuando veía a su hijo de diez años se atrevía a desafiar su condición de desgraciado y de quienes lo convertían en uno. No quería que su hijo repitiera la vida que llevaba en sus hombros. Noah era todo para Alen.  


Siempre con su hijo, su única compañía, y quizá su único motivo para tratar de mejorar. Había aprendido por necesidad un sinnúmero de artificios para sacarle una sonrisa. Cuando volvía del trabajo le traía algún truco de magia nuevo que había aprendido de la televisión en la casa de los patrones donde trabajaba, o muchas veces le llevaba regalos, o sorpresas que tanto le gustaban al pequeño. Quería ser esa figura que Alen no tuvo en su infancia, un padre compresivo, un padre que busque con intensidad hacer feliz a su pequeño. Tenía la certeza que su hijo lo necesitaba, que los regalos que le traía no suplirían el tiempo que no pasaba con él. Pero qué hacer cuando tenía que trabajar para  ofrecerle al menos uno o dos platos al día, qué hacer cuando el mundo y su gente innecesariamente impedía que pudiera verlo más de un par de horas al día. 


El niño después de salir de la escuela, en la tarde, pasaba solo, bajo el ardiente sol tratando de que el tiempo pase hasta que llegue Alen. Él le había enseñado, también, que una de las formas para no aburrirse en soledad era usar la imaginación, cosa que Noa había aprendido muy bien y lo reflejaba en la escritura de cuentos infantiles, llenos de personajes grandilocuentes y fugaces. Luego, los dramatizaba, corriendo de un lado a otro en el terreno árido de su casa. Muchas veces se subía a un ramaje del alcanforero, que se desprendía de la parte baja del tronco y se extendía perpendicularmente hacía la derecha hasta quedar completamente horizontal. Esta era lo suficientemente fuerte y larga para que pudiera sentarse allí y hacer sus monólogos de rey del barrio, o cualquier otro personaje que hubiera inventado. Sin duda, uno de sus grandes atributos era su imaginación, peleando siempre contra sus enemigos, con la misma presteza del hombre proveniente de la Mancha. Su rama se había convertido en su gran asiento, por lo que decidió llamarlo El Trono. Y así pasaba sus días: Noah y su imaginación.  

 
Una tarde mientras Alen organizaba las herramientas de su trabajo, que se encontraban bajo el árbol. Noah daba vueltas alrededor de él, tratando de llamar su atención para jugar juntos, a lo que Alen respondió con una negativa. Desilusionado, Noah, se sentó a su lado, poniendo los puños contra su mentón y moviendo un labio hacía abajo. Alen se percató de la pequeña tristeza que parecía inundar los ojos de su hijo, y tomando algo del árbol le dijo:

-    Sabes, hoy te tengo una sorpresa.
-    ¡En serio!, ¿¡qué es!?
-    Algo que te sacará una sonrisa.
-    ¿Es un juguete?
Alen tenía las manos escondidas en  su dorso, como si tuviera algo muy grande ahí. .
-    Es algo mucho mejor. 
-    ¿Qué es?.
-    Algo genial.
-    Quiero verlo. - respondió el niño un poco extrañado.
-    Podrás jugar muchas, muchas horas con ella.
-    ¿Es una muñeca?
-    No.
-    Entonces, ¿qué es?


Mientras sacaba sus manos hacia los ojos de Noah, le decía:


-    ¡Es una serpiente! La encontré merodeando por el árbol esta mañana, entonces, pensé que ya eras mayor para que tengas tu mascota y la cuides. 


El niño sorprendido la quedó mirando por unos instantes y una sonrisa apareció en su pequeño rostro, se acercó lentamente para tocarle la cabeza, mientras con temor a su padre le decía:


-    ¿Y no es venenosa?
-    Claro que no, es una boa. Se van a llevar muy bien, mira su cuerpo, su cola. ¿Acaso no es muy linda?
-    Es muy grande. 
-    Y cuando yo no esté, ustedes dos se encargarán de cuidar todo.
-    Entonces, ella me cuidará y yo la cuidaré.


La serpiente se posó sobre los hombros del niño con la ayuda de su padre, para luego desplazarse de arriba abajo entre sus cuerpos con tal ligereza que parecía una cuerda. Se reían y estaban emocionados por la nueva mascota que tenían en casa. Noah la llevó al cuarto, en la noche, donde tenían su cama y la puso en sus pies. Al amanecer del sábado su padre se había marchado ya, como era de costumbre. Noah vio que tampoco estaba la serpiente. Salió hasta el alcanforero y la encontró ahí, enredada en El Trono, sacando y metiendo su lengua al ver al niño. La llamó, y ella se acercó, el niño se preguntaba que comería esta serpiente, así fue a buscar insectos y si tenía suerte una que otra rata de los arrabales de la Ciudadela Espinosa.  


***

Con el tiempo la relación de Noa y la serpiente se había acrecentado, eran grandes compañeros. Ella siempre estaba en el mismo lugar, enredada, esperando en El Trono por su mejor amigo. Se la pasaban jugando siempre como un par de engreídos, cualquiera que los hubiera visto pensaría que entre ellos existía una amistad nunca antes vista.  Sin embargo, entre más se estrechaba esta relación, la que tenía con su padre había disminuido notablemente, pues ahora se veían con menor frecuencia. La convivencia se había convertido en visitas esporádicas por parte del padre, que cada vez parecía estar más cansado, y que en sus ojos se apreciaba la derrota y la indignación. Parecía imposible mejorar su vida y la del niño. Ya solo pensaba en su hijo y su supervivencia, las posibilidades de ser un padre que él no tuvo se habían derrumbado. Los regalos, los trucos, las sorpresas ya no existían más. Cosa que Noah no podía comprender, pues él entendía que había nacido un cierto distanciamiento entre los dos, a causa del nuevo trabajo de su padre. El cariño que una vez le tuvo estaba desapareciendo y el único refugio que tenía era hablar con su amiga, su confidente.


Pasaban los días robándose todo lo que una vez fue bueno para el niño, que conocía cada vez la realidad en la que estaba inmerso. Sentía que había heredado la misma condición de su padre, y sin esperarlo cayó en una irreversible tristeza de la que ya no pudo salir nunca. En su escuela los demás notaban que su habitual tez fulgurosa fue remplazada por una impasible mirada, vacía y carente de alegría. Y la serpiente, por supuesto, se daba cuenta de esto por lo que insólitamente, empezó a hablarle sobre unas formas extrañas de huir del dolor y de esa terrible soledad que lo aquejaba por la culpa de su padre.  Día, tras día le repetía las mismas palabras, una y otra vez hasta considerar notablemente las ideas que la serpiente le daba. Esta, también, le había propuesto al niño que hiciera explicita su relación, pues nadie, además del padre, la había visto. Quería que supieran de su existencia, cuya petición el niño aceptó. 


Alen habíase enterado de las pretensiones del hijo, y en uno de los pocos momentos de los que pasaba con su hijo, le dijo que era un animal al que le tenían mucho miedo las personas, y que era un secreto el que ellos la tengan. Sin embargo, Noah tratando de desprenderse de su inocencia discutió, por primera vez, con un evidente enojo. 


-    Si es mi amiga, ¿por qué no puedo presentársela?
-    Porque es peligrosa.
-    A mí no me ha hecho daño.
-    A nosotros no, porque la cuidamos y la alimentamos.
-    No quiero que verla solo yo.
-    Es mejor eso a que dañe a alguien.
-    Y la verdad que el único que estaba siendo dañado era Noah, debido a la constante ausencia de Alen.

 

Quizá, mostrarle al mundo la serpiente para él sería como un acto esperanzador de compañía, del “tengo a alguien a mi lado todos los días y lo paso muy bien con ella”; del simple y llano: “¡no estoy solo!”. Pero el padre solo respondía con más negativas, hasta el punto de decirle que la serpiente no era real, palabras que, por supuesto, hirieron al niño y provocando una aversión en contra de su padre.
 

***


Noah, después de la riña, en los próximos días no fue a la escuela. Se había alimentado de un orgullo que no podía deshacerse. Ese “no es real” lo había condenado, quizá ese día había perdido su infancia por completo. Cuando el padre llegaba a casa yacía un silencio que no alteraba el ambiente, simplemente había silencio. Noah evadía totalmente a su padre, no estaba dispuesto a hablarle. Alen estaba ahí, pero su ser para Noah estaba ausente, para él ya solo había un cuerpo que trataba de comunicarse, pero que ya no tenía vida para él. 


Tras no haber salido a jugar con su amiga por algún tiempo, Noah decidió ver la serpiente por última vez. Esta como siempre esperaba en El Trono. Ahí estaba, colgada, con su lengua que parecía decir con alevosía que se acerque un poco. Él con lágrimas en los ojos le hizo caso. Extendió uno de sus brazos para que bajara por ahí, ella se movía ágilmente por el cuerpo de Noah. Luego, la desenredó para que pasará lentamente por sus hombros y cabeza, para nuevamente hacerla que suba a El Trono, con él a su lado. Una vez juntos, con cierta delicadeza la serpiente se envolvió en el cuello de Noah. Las lágrimas caían por sus mejillas lizas hasta terminar en el vacío. Ambos se miraron una vez más. Y sin más opción, se lanzaron, quedando suspendidos en el alcanforero.   
 

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